Rubén D. Atahuichi López
Ya es por demás conocido el incidente que sufrió la comitiva del presidente Evo Morales durante su retorno de Rusia, el 2 de julio. Más allá del impasse diplomático que generó el bloqueo del que fue objeto el avión presidencial por parte de los gobiernos de Portugal, Francia, Italia y España, amerita indignarse por el hecho. Una vez más.
Ya es por demás conocido el incidente que sufrió la comitiva del presidente Evo Morales durante su retorno de Rusia, el 2 de julio. Más allá del impasse diplomático que generó el bloqueo del que fue objeto el avión presidencial por parte de los gobiernos de Portugal, Francia, Italia y España, amerita indignarse por el hecho. Una vez más.
No había ocurrido antes una situación similar, con un Jefe
de Estado impedido de continuar viaje y sin cargo judicial alguno, agresión que
sólo esos países, Estados Unidos y, miserablemente, muchos opositores en
Bolivia no quieren reconocerlo así. El mandatario había sido retenido por 13
horas en Austria —gracias a la colaboración del gobierno de ese país— con la
sospecha de que la nave transportaba al contratista de la Agencia Central de
Inteligencia (CIA) Edward Snowden, por el que Washington pretender hacer lo
imposible.
Hasta cuando escribía esto, el caso no estaba aclarado,
aunque España y Francia habían expresado sus excusas ante el Gobierno de
Bolivia. En otras palabras, se disculparon, como parece que sucederá también
con Portugal e Italia. Sólo se sabe que el embajador de Estados Unidos en
Austria, William Eacho, fue quien divulgó la falsa información de que Snowden
iba en el Dassault Falcon 900, el avión presidencial. Lo demás es paranoia o
estupidez.
Aunque el Gobierno y el Movimiento Al Socialismo (MAS) están
buscando capitalizar la agresión a través de una campaña de victimización de
Morales, el caso debería afectarnos a todos los bolivianos y latinoamericanos,
aunque decirlo parezca demagógico.
No es posible pensar que el hecho, como destilan en las
redes algunos políticos de oposición y detractores del Presidente, haya sido
una tramoya o una consecuencia de la “boca rápida” del Mandatario, como, por
ejemplo, afirmó el exdiputado Arturo Murillo. Para entonces, el día del
impasse, Morales había dicho que iba a analizar una eventual solicitud de asilo
de parte de Snowden.
Tampoco es posible comparar a Snowden con el senador Roger
Pinto, asilado en la Embajada de Brasil en La Paz presuntamente por
“persecución política”. Si bien el asilo es un derecho humano fundamental e
inviolable, que yo sepa, el legislador pretende eludir con ese argumento al
menos cinco procesos judiciales, uno de los cuales con sentencia.
Es decir, Pinto tiene derecho al asilo, como también
obligaciones con la Justicia del país, en la que debería demostrar su
inocencia, como hace, por ejemplo, Samuel Doria Medina, o lo hicieron Carlos
Mesa, Jorge Quiroga o René Joaquino, que en su momento se declararon
perseguidos políticos pero decidieron quedarse en el país. Bien por ellos.
Entonces, lo que quiero decir es que, si así lo admiten, esa
indignación debería ser pura y simple, sin matices. Ahí radica el valor de la
indignación, en asumir que la agresión a un prójimo o a un connacional, sin
importar su color o su línea política, también nos toca.
Pero qué mal dice de muchos no hacerlo con sensatez. Sin
embargo, la historia lo dirá si sirvió o no en este caso estar a
contracorriente de Mesa o Quiroga, Ban Ki-moon, Mario Vargas Llosa, José Miguel
Insulza, Adolfo Pérez Esquivel, Heinz Fischer, Cristina Fernández, José Mujica,
Nicolás Maduro, Dilma Rousseff , Rafael Correa, los gobiernos de Chile,
Colombia, Perú, la OEA…
Yo me indignaría también por si maltraten al peor de mis
detractores. Es el valor de la indignación.
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