Tuvo que ocurrir un caso grave, inocultable, para
movilizar al Gobierno. El caso Ostreicher, que derivó en otro de
extorsión por parte de una red mafiosa incrustada en al menos dos
ministerios, ha develado una crisis institucional muy fuerte, al punto
de cuestionar seriamente la fragilidad del aparato gubernamental y la
transparencia del Órgano Judicial, cuyas autoridades fueron elegidas por
primera vez en octubre de 2011, directamente por el pueblo.
Que personal de confianza del Ministerio de Gobierno esté implicado en
una peligrosa banda de extorsionadores y con una fuerte incidencia en
procesos judiciales clave que encara esa cartera de Estado, sólo puede
entenderse por la disposición discrecional de la función pública, quizás
arropada por dirigencias del partido de gobierno que, a toda costa,
mantienen cargos sin reparar mínimamente en la capacidad y la honestidad
de los funcionarios a los que los promueven y respaldan. Asesores y
otros empleados inamovibles más allá de la transición de al menos cuatro
ministros son la prueba de ese poder político nefasto.
Si bien la defenestrada Justicia se encargará de juzgar a los
responsables de este nuevo episodio de corrupción en parte de la
administración de Evo Morales, surgen las dudas acerca de la eficiencia e
imparcialidad de sus acciones, sabiendo que algunos de sus miembros
presumiblemente son parte de la red, que se ha mimetizado donde pudo
para cometer atrocidades delincuenciales.
Estoy
seguro de que el caso develado la semana pasada por el ministro de
Gobierno, Carlos Romero, no es el único. Transcurren inadvertidos otros,
quizás solapados u omitidos por autoridades y funcionarios, como uno
que me enteré de un ministerio referido a la contratación irregular de
un trabajo de imprenta por un costo exorbitante. Un caso menor,
diríamos, pero caso de corrupción al fin.
Y, obvio,
la corrupción no es exclusividad en el Gobierno. Se conoce de denuncias
de malversación, uso de influencias o desfalco en algunas alcaldías. En
las gobernaciones, ni qué decir (en mi criterio, el desvío de recursos
para los referendos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija, en 2008, fue
entendido como un simple trámite). Lo que ocurre es que los medios de
información concentran sus agendas en la corrupción del Gobierno y
omiten, también normalmente, las acciones ilícitas en otros niveles de
gestión. Claro, la corrupción no es tal por la atención o no del
periodismo, sino por la actitud malsana de algunos funcionarios.
Hay suficiente motivo para preocuparse. No hay dudas de que el afán de
Morales de mantener su gobierno transparente se queda sólo en la
intención. Santos Ramírez, otrora potencial candidato a la
vicepresidencia, fue descubierto no por la interdicción estatal a la
corrupción, sino por la muerte de una persona. Las irregularidades
conocidas hace poco en la construcción de las plantas de Río Grande y
Gran Chaco fueron develadas tras el accidente de uno de sus ejecutivos
(Gerson Rojas)… ¿Y qué pasa en los casos donde no ocurren hechos
colaterales?
Un caso más, el país no soporta; menos
mal que la integridad del Presidente del Estado está incólume todavía.
Sin embargo, Morales debería ocuparse de instituir un golpe de timón en
su administración. Es hora de que concentre sus acciones en el control
de transparencia que aparentemente rebasó al ministerio que le
corresponde. Ese golpe de timón debería marcar el punto de inflexión
entre lo que es ahora el Gobierno y lo que pretende ser después. Sólo
así puede verse más allá de 2014.
Parte-Contraparte, columna publicada en La Razón
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