martes, 14 de diciembre de 2010

El ser periodista

Rubén D. Atahuichi López*
Hace unas semanas, en el calor de las protestas contra la Ley contra el Racismo y toda forma de Discriminación, un colega, del que a estas alturas dudo de su convicción, escribió en su muro del Facebook esta frase: “Para que sus hijos no sólo vean Bolivia TV o lean Cambio (los medios progubernamentales, vamos a las firmas”. En mi indignación por esa campaña tan politizada, en vez de algo que podría haber sido sano, le respondí diciendo que mis hijos son bastante inteligentes para sopesar entre los medios de cualquiera de los frentes, que no necesitan una mentira para eventualmente cambiar de opinión.
Hace unos días, otro colega, Édgar Toro Lanza, se encargó de develar ciertos datos que me dejaron frío al leerlos: Humberto Vacaflor había sido apadrinado en 2009 por el susodicho a sugerencia de un tercero para el Premio Nacional de Periodismo. No es que entre colegas nos pisemos la manguera, lo cierto es que esa vez la propuesta fue muy cuestionada, a tal punto de crear divergencias en la Asociación de Periodistas de La Paz (APLP), que al final dejó acéfala la distinción.
Seguro que muchos premiados de antes tuvieron muchos méritos para tan importante presea, como Huáscar Cajías (1994), Ana María Romero de Campero (1998) o Antonio Miranda (2005), por citar unos pocos. Algunos otros, no tanto, y otros, por sus años encima, como el último, Augusto Dávila. Claro, quizás buena parte por su gran trayectoria o trabajos descollantes en las redacciones, como muchos de las nuevas generaciones.
Uno piensa si hasta los pasados 70 años podrá hacer méritos para lograr siquiera la nominación. Y encima que, dentro de unas décadas, seremos muchos con esa edad, en cada generación, cada año... y si alcanzaremos. Pero lo de Vacaflor me hace pensar que no llegaré a ese privilegio, aunque, lo confieso, tampoco me lo propuse y ni me puse a cazar premios de manera oficiosa. O, al final, ni me corresponde.
Sin embargo, pienso que el periodista no busca padrinos ni premios. Su mayor premio debería ser la fe que la gente le tiene, por lo que es y por lo que hace en el ejercicio del “mejor oficio del mundo”, como diría Gabriel García Márquez. Uno es periodista por convicción, oportunidad o accidente.
¿Qué quiero decir? La sola responsabilidad que exige –y el privilegio que ofrece— el ejercicio del periodismo nos obliga a seguir con esa convicción, aprovechar por el bien común esa oportunidad y redimirnos con personalidad de ese accidente. Y, aunque parezca lírico decirlo, la única vía es hacer el mejor de nuestros esfuerzos para el ejercicio responsable del periodismo, como lo haría un plomero con una buena reparación de una tubería dañada, un trabajo diligente que satisfaga a su cliente, que lo califique ante sus pares o le reporte recompensas personales por una tarea honesta.
Si por azar o vocación estamos metidos en este oficio, nuestro trabajo tiene su destinatario insustituible de la información: el público (la ciudadanía o la sociedad). Así, ya no somos sólo nosotros buscando nuestros propósitos particulares; nos debemos a nuestros lectores, televidentes u oyentes, y para ellos no sólo nuestros esfuerzos, sino nuestros valores. “Al cumplir con nuestro oficio, no somos sólo hombres y mujeres en busca de escritos, sino también una especie de misioneros, traductores y mensajeros. No traducimos de un texto a otro, sino de una cultura a otra, para que se comprendan mejor y estén más cerca”, decía el gran Ryszard Kapuscinski.
Ése debería ser nuestro mayor premio.